viernes, 9 de diciembre de 2011

Heleno Saña: Cultura Obrera versus Cultura Burguesa

Friedrich Schiller

Conferencia leída el 30 de julio de 2010
en la sede del Movimiento Cultural Cristiano

"Al referirnos al significado del concepto de cultura no podemos dejar de señalar que incluye genéticamente las categorías de lo bello y lo verdadero, un tema que nos volverá a ocupar más adelante, cuando analicemos la situación de la sociedad tardocapitalista hoy dominante. Aquí nos limitamos a señalar que toda cultura digna de este nombre es incompatible de raíz con la la bajeza y la vulgaridad en sus distintas e innumerables acepciones, presupone a priori su vinculación a la ética y la estética. Es partiendo de estas enseñanzas que Schiller, en sus admirables cartas sobre la educación estética de la humanidad, creó el concepto de "alma bella" o schöne Seele, con el que quería sintetizar a las almas que viven entregadas a un ideal superior y noble. Pues bien: al margen de las muchas figuras sublimes que han surgido a lo largo de la historia universal, creo que la lucha que la clase obrera sostuvo en su época heroica por un mundo basado en la fraternidad y la justicia fue la encarnación colectiva del "alma bella" descrita por Federico Schiller, como iremos viendo en el curso de nuestro proceso de reflexión. Pero volvamos antes la mirada al mundo opuesto de la burguesía y la "cultura" o mejor pseudocultura creada por ella".
  Heleno Saña
 
CULTURA OBRERA VERSUS CULTURA BURGUESA
Heleno Saña


¿Qué significa cultura?

El concepto de cultura es un concepto integral que abarca todos los ámbitos axiológicos de la vida personal y colectiva de una comunidad, por lo tanto un concepto que rebasa cualitativa y cuantitativamente el área del saber y del conocimiento en sentido estricto. Ésta es la razón de que individuos o grupos sociales sin grandes conocimimientos intelectuales y teóricos puedan ser muy bien portadores de valores humanos, espirituales y morales superiores a los de los representantes oficiales del pensamiento y profesionales de la intelligentsia.

Lo primero que hay que tener en cuenta al hablar de cultura obrera es que la mayoría de sus protagonistas han sido personas sin títulos ni diplomas académicos. Nacidos en hogares modestos y obligados a trabajar desde niños para contribuir al sostén de su familia, muchos de ellos aprendieron a leer y a escribir cuando llevaban ya años ejerciendo una profesión, como fue por ejemplo el caso de Ángel Pestaña o de Joan Peiró. Pero la carencia de estudios superiores o medios no les impidió tener una visión clara de lo que debería ser una sociedad justa y racional. Con esto queremos dejar bien sentado que el valor de una cultura no debe medirse en modo alguno por el volumen de conocimientos científicos o universitarios que una persona pueda poseer, sino por su altitud moral. El mejor ejemplo de esta experiencia siempre repetida nos lo ofrece la Alemania de la primera mitad del siglo XX. Pueblo admirado y envidiado en todas partes por su alto nivel filosófico, científico y técnico, demostró, con sus horribles y nauseabundos crímenes, carecer de la más elemental cultura humana y moral. Despojada de todo fundamento ético, la cultura puede convertirse fácilmente en un instrumento al servicio de la incultura, esto es, de la mentira, el oportunismo y la insolidaridad, una actitud que por desgracia ha sido muy habitual entre los estratos pensantes y los hombres de letras, a los que Jean-Paul Sartre calificaba en su libro "Qu'est-ce que la littérature" de "lacayos de la burguesía".

Pero también su compatriota Pierre Bourdieu ha dedicado muchas páginas a desenmascarar la vanidad, las ambiciones bajas y la voluntad de poder que reina en los ámbitos acádemicos de los que él mismo procedía. Pero ya el gran filósofo alemán Arturo Schopenhauer denunció, desde su insobornable independencia y honestidad, una y otra vez en los términos más duros el servilismo de las grandes lumbreras del profesorado alemán de su tiempo, acusándoles de vivir de la filosofía en vez de vivir para ella, un reproche que puede aplicarse hoy a no pocos miembros de las respectivas oligarquías culturales de cada país.

Pero lo peor son o han sido los intelectuales que declarándose amigos de la clase obrera han tenido la impudicia de afirmar públicamente que los obreros son incapaces de emanciparse por sí mismos y necesitan por ello ser guiados por los estratos cultos. Citaré como ejemplo paradigmático de esta actitud a Karl Kautsky, el gran santón del marxismo de finales del siglo XIX y primeros decenios del XX. "No podemos olvidar –escribía en una de sus últimas obras- que el proletariado no puede llevar a cabo las grandes tareas que por su posición social le corresponden sin la ayuda de los intelectuales". Los pavos reales y escribas que razonan en estos términos olvidan que las dos personas que más profundamente han influído en la historia cultural de Occidente durante los dos últimos milenios y medio eran de humildísima extración y carecían totalmente de cultura libresca. Me refiero naturalmente a Sócrates y a Jesucristo. Uno era carpintero y el otro marmolista, y ninguno de los dos nos dejó nada escrito. Pero su falta de conocimientos intelectuales al uso no impidió que Sócrates nos legara la cultura del diálogo y del bien y Jesucristo la cultura de la misericordia y del amor.

Al referirnos al significado del concepto de cultura no podemos dejar de señalar que incluye genéticamente las categorías de lo bello y lo verdadero, un tema que nos volverá a ocupar más adelante, cuando analicemos la situación de la sociedad tardocapitalista hoy dominante. Aquí nos limitamos a señalar que toda cultura digna de este nombre es incompatible de raíz con la la bajeza y la vulgaridad en sus distintas e innumerables acepciones, presupone a priori su vinculación a la ética y la estética. Es partiendo de estas enseñanzas que Schiller, en sus admirables cartas sobre la educación estética de la humanidad, creó el concepto de "alma bella" o schöne Seele, con el que quería sintetizar a las almas que viven entregadas a un ideal superior y noble. Pues bien: al margen de las muchas figuras sublimes que han surgido a lo largo de la historia universal, creo que la lucha que la clase obrera sostuvo en su época heroica por un mundo basado en la fraternidad y la justicia fue la encarnación colectiva del "alma bella" descrita por Federico Schiller, como iremos viendo en el curso de nuestro proceso de reflexión. Pero volvamos antes la mirada al mundo opuesto de la burguesía y la "cultura" o mejor pseudocultura creada por ella.

El ascenso de la burguesía

El ascenso de la burguesía como clase dominante se produce en parte por vía evolutiva y pacífica, en parte por medio de las insurrecciones armadas contra la nobleza y las clases altas que estallan en las postrimerías de la Edad Media. El pueblo bajo, los estratos medios y la pequeña nobleza se rebelan de manera creciente contra el poder feudal. Así vemos que a partir del siglo XIII se producen un gran número de rebeliones antiifeudales, entre las que figuran las Jacqueries francesas, la rebelión de los arnoldistas y albigenses, de Fra Dolcino en Italia, del pueblo holandés en el siglo XIV, de John Bull y Watt Tyler en Inglaterra. Estos levantamientos armados contra la casta feudal alcanzan su punto culminante en el siglo XVI con la revolución husita en Bohemia, la guerra de los campesinos alemanes y la guerra de los Comuneros de Castilla y de las Germanías en España.

A partir de la Reforma protestante de Lutero y de Calvino, el enfrentamiento con el feudalismo se convierte asimismo en una lucha contra la Iglesia de Roma. La burguesía del centro y el norte de Europa utilizó en efecto el credo protestante para sublimar religiosamente su lucha contra el feudalismo. La Reforma –especialmente la de signo calvinista- contribuyó en alto grado a fomentar el espíritu capitalista, como demostraría Max Weber en su famoso libro "El capitalismo y la ética protestante": "Es un hecho que los protestantes han mostrado una inclinación específica hacia el racionalismo económico que no se ha dado ni se da de modo parecido entre los católicos", escribiría. El influjo del calvinismo fue especialmente profundo en Inglaterra y en Holanda, que Marx calificaría como la "nación capitalista modelo del siglo XVII". A través de la colonización inglesa, el espíritu capitalista saltó más adelante a la América del Norte.

Las revoluciones burguesas

El triunfo de la burgesía adquirirá carta de naturaleza definitiva con la revolución inglesa de 1688, la declaración de la independencia norteamericana de 1776 y la revolución francesa de 1789.

La burguesía inglesa fue la primera que hizo valer sus derechos específicos de clase frente a la realeza y la nobleza, pero a la inversa de Francia y otros países, nunca pretendió liberarse enteramente de su hegemonía y de su significado simbólico, lo que hizo escribir a Engels en su obra "Socialismo utópico y socialismo científico": "La burguesía inglesa está todavía hoy tan impregnada del sentimiento de su inferioridad social, que financia con sus propios medios y los del pueblo a una clase decorativa de ociosos para representar dignamente a la nación en todas las circunstancias solemnes".

La revolución francesa de 1789 fue muy radical a la hora de destruir las instituciones políticas del "ancien régime", pero no hizo nada sustancial para superar o amortiguar las desigualdes económicas y sociales. Y ello reza en primer lugar para Robespierre, cínico defensor de la propiedad, como declararía retóricamente el 24 de abril de 1793 ante la Convención: "De lo que se trata no es de suprimir la opulencia, sino de hacer honorable la riqueza". Y lo mismo reza para Saint-Just, quien a pesar del grave problema de la escasez de subistencias, del acaparamiento de cereales y de la creciente carestía de los artículos de primera necesidad, se declaró partidario de la libertad de comercio, esto es, del sistema económico burgués.

Los "sans-culottes" y los "enragés" fueron el único grupo que exigía una política socialmente revolucionaria. O como decía Jacques Roux, uno de sus principales líderes: "¿Qué es la libertad cuando una clase de hombres puede matar de hambre a la otra? ¿Qué es la igualdad cuando el rico puede por medio de su monopolio ejercer derecho de vida y muerte sobre sus semejantes?". Pero Roux, Hébert y otros representantes de la revolución social fueron ejecutados.

La burguesía tanto inglesa y norteamericana como francesa no sólo no hizo nada para mejorar las condiciones de vida y de trabajo de las clases aslariadas, sino que introdujo un sistema electoral restringido destinado a favorecer los intereses de las clases altas y medias y eliminar al pueblo de la dinámica pública. Baste decir que bajo el reinado de Luis Felipe (llamado el rey burgués), el censo electoral de Francia se reducía a 250.000 personas, y ello en un país con treinta millones de habitantes.

Los padres de la ideología burguesa

El paulatino ascenso de la burguesía como hegemón europeo fue precedido o acompañado de la elaboración de una concepción teórica ajustada a los intereses y objetivos de la nueva clase rectora.

La santificación ideológica del orden burgués tiene lugar principalmente en Inglaterra y es iniciada por Hobbes, autor de la obra "El Leviatán", el primer modelo teórico de la sociedad burguesa en versión autoritaria. El fin del Estado-Leviatán concebido por Hobbes es el de hacer posible que todos los ciudadanos gocen en paz de la propiedad privada y el bienestar material. Hobbes tenía una concepción altamente pesimista de la criatura humana, lo que explica que definiera al hombre como un lobo para el hombre, homo homini lupus. Partiendo de este supuesto creía que la misión del orden político establecido por el Leviatán es el de institucionalizar y legalizar la "guerra de todos contra todos" que según él tiene lugar en el estado natural, un principio que la burguesía sublimará como "competencia".

Frente a la concepcion hobbesiana, John Locke representa la opción liberal y antiautoritaria de la ideología burguesa. También contra el pesimismo antropológico de Hobbes, afirma que en su estado natural los hombres son iguales, libres e independientes. "Quien intenta esclavizarme se coloca en estado de guerra contra mí", escribirá en su libro "On civil government". La finalidad de la sociedad civil es la de asegurar la libertad, la vida y la propiedad del hombre, como señalará en la misma obra: "El supremo y principal objetivo que empuja a los hombres a unirse en comunidades políticas y a someterse a un gobierno, es la conservación de su propiedad y el goce de ella en paz y seguridad". En estos escuetos párrafos está sintetizada la raíz materialista del credo burgués y su radical contraste con las enseñanzas del humanismo griego y la doctrina cristiana, trátese de la idea del bien y la justicia, del cultivo del alma, de la amistad, del espíritu comunitario o del amor al prójimo.

En el plano más específicamente económico, el hombre que dará forma clásica al ideario burgués será Adam Smith, autor de "La riqueza de las naciones", obra considerada, desde su aparición en 1759 hasta hoy, como la biblia del liberalismo económico, un liberalismo que la mayor parte de sus discípulos convertirán en darwinismo social, como en las últimas décadas ha ocurrido con el neoliberalismo inventado en mala hora por Milton Friedman y su "Chicago School of Economics", uno de los engendros teóricos más siniestros de la segunda mitad del siglo XX. Adam Smith estaba convencido de que la libertad de comercio y la libre competencia constituían una especie de "mano invisible" capaz de asegurar por si sola un funcionamiento óptimo de la sociedad. Al margen de que se compartan o no sus teorías económicas, hay que decir en su honor que además de escribir "La riqueza de las naciones" es autor del libro "The Theory of Moral Sentiments", en el que reivindicaba el espíritu solidario o lo que él llamaba fellow feeling, término que podríamos traducir como "compañerismo". Pero ya en su obra "La riqueza de las naciones" señalaba en términos inequívocos que una sociedad en la que "la mayor parte de sus miembros viven en estado de pobreza no puede ser feliz".

El autocentrismo burgués

La ideología burguesa no se limita a elaborar un sistema político y económico, sino que parte también de una concepción del hombre y de los valores relacionados con su autorrealización. El rasgo central del individuo concebido por el credo burgués es el autocentrismo, esto es, la prioridad absoluta del yo sobre la comunidad. La motivación máxima del individuo burgués es, en efecto, la del expansionismo personal a toda costa, también cuando esta meta sólo puede ser alcanzada por medio del avasallamiento de los demás. El burgués concibe la sociedad como campo de batalla y promesa de botín, una actitud que Max Horkheimer definió como "El imperialismo del yo". Detrás de este autocentrismo insolidario late siempre el fetichismo del éxito, que es la raíz de todas las deformaciones de carácter engendradas por el ideario burgués, empezando por el espíritu de lucro y el culto a Mammon y la indiferencia por el dolor ajeno. El burgués quiere ser siempre más que los demás, no mejor que ellos, sino más poderoso y más rico. La elección de estos bienes de quita y pon como summum bonum son por lo demás el subproducto de la radical incapacidad del burgués para elevarse a formas de ser, pensar y obrar de signo humana y moralmente superiores. Simplificando podríamos decir que el individuo burgués es lo que es porque carece de los atributos necesarios para poder ser otra cosa. Su misma obsesión por el éxito, el encumbramiento social y la acumulación de trofeos no es más que una prueba de la vulgaridad y bajeza de su idiosincrasia. De ahí que en el fondo no sean más que pobres diablos dignos de lástima.

El egocentrismo que guía los pasos del individuo burgués explica a su vez su ineptitud para comprender las necesidades, aspiraciones y derechos de sus semejantes. Lo único que le importa es su privacy y el cultivo de su jardín privado. La ideología burguesa carece del concepto de totalidad social, está basada en el solipsismo y en la atomización individual, en lo que el filósofo checoeslovaco Karel Kosik llamó en su día el "divisionismo de los horizontes subjetivos". (Dialéctica de lo concreto). De ahí que la sociedad burguesa no sea propiamente una sociedad, sino su negación más absoluta, y ello ya por el solo hecho de que toda la dinámica burguesa se apoya en el concepto de competencia. Y dado que este concepto es interpretado comúnmente en sentido apologético, me apresuro a consignar que quien acepta las reglas de juego de la competencia pasa a elegir automáticamente la rivalidad y la hostilidad como única forma de convivencia, un estado de cosas que la gran teólogo Dorotea Sölle identificaba con el pecado: "Pecado es un clima social en el que el hombre se ha convertido en enemigo del hombre". Nos hemos convertido en mónadas encerradass en sí mismas y separadas unas de las otras por un profundo abismo de incomprensión, indiferencia mutua, acritud e incomunicación.

El principio de competencia lleva potencialmente en sus entrañas el momento de la eliminanción del contrario, aunque esta eliminación no aboque siempre a la eliminación física, como ocurre en las fases históricas en las que la ferocidad competitiva adquiere la forma del belicismo abierto. Y no necesito subrayar que la praxis eliminatoria de la burguesía durante los períodos de "competencia pacífica" consiste en dejar morir de hambre y de miseria a los sectores de población que por su carencia de poder adquisitivo no están en condiciones de contribuir al incremento de la plusvalía capitalista, como sucede hoy no sólo pero especialmente en las zonas indigentes del planeta.

Lo peor que se puede decir de la cosmovisión burguesa es que ha generado un tipo de individuo capaz de gozar de la vida y sentirse ilimitadamente satisfecho de sí mismo en medio del inmenso dolor existente en el mundo, esto es, de haber universalizado un modelo de hedonismo que fomenta sistemáticamente los instintos bajos de la naturaleza humana y asfixia de raíz los de signo elevado.

El testimonio literario

Para comprender el carácter inhumano, cínico y destructivo de la ideología burguesa no es necesario recurrir a las doctrinas anticapitalistas y revolucionarias elaboradas por la clase obrera y los intelectuales afines a su causa, sino que basta con echar una ojeada al testimonio de la literatura surgida a lo largo del siglo XIX y parte del XX, que es la época en la que la burguesía establece y consolida su dominio de clase a nivel planetario. El surgimiento de la novela social de Charles Dickens, Victor Hugo, Émile Zola, Tostoi, Máximo Gorki y otros autores constitiuye uno de los fenómenos intelectuales más importantes de la época, pero no menos significativo es el testimonio de escritores, poetas y artistas procedentes de la burguesía y la pequeña burguesía que manifiestan su descontento con el modelo de vida introducido por la clase a la que ellos mismos pertenecen. El valor de esta literatura a menudo autobiográfica e intimista radica precisamente en el hecho de que aborda temas y aspectos del individuo moderno que trascienden la esfera de la problemática social. Y es aquí donde radica su perenne actualidad. Hasta cierto punto es lícito decir que va a ser precisamente la hipersensibilidad de estos hombres de letras la que mejor captará el doloroso sinsentido de la existencia inhumana y brutal erigida por la burguesía.

Se trata, con pocas excepciones, de una literatura crítica y agónica que a través de sus protagonistas expresa la frustración, la soledad, el hastío, la melancolía y otros conflictos y estados de ánimo interiores originados por el credo burgués, que Carlyle sintetizará con razón como "the mechanical age". Lo que el joven Goethe expresa por boca de su protagonista "Werther", sintetiza y anticipa a la vez la insatisfacción interior y la protesta callada de las nuevas generaciones literarias y artísticas: "¡Ah, este vacío, este terrible vacío que siento en mi pecho!". Es lo que cada uno a su manera expresarán Lord Byron, Shelley, George Sand, Alfred de Musset, Rimbaud, Baudelaire, Stephan Mallarmé, Hermann Hesse o el judío Franz Kafka, el mismo Kafka que escribirá a su prometida Milena: "Mi ser es miedo", un miedo individual que pocas décadas después se verá confirmado trágicamente a nivel colectivo en Auschwitz y demás campos de exterminio nazis. Pero ya el danés Soren Kierkeggard anticipa la época que se avecina al centrar su obra en los temas de la angustia y la desesperación. Siguiendo sus pasos, nuestro Unamuno hablará del "sentimiento trágico de la vida".

Este alud de literatura dirigida contra el sinsentido y el vacío espiritual de la vida burguesa encuentra una de sus últimas expresiones en la literatura existencialista y su afirmación del absurdo como la raíz de la vida humana, como hará Albert Camus en su relato "El extranjero" y Sartre en "La náusea" o en su obra filosófica "El ser y la nada", en la que definirá al hombre como "una pasión inútil". Pero ya el filósofo Martín Heidegger dará forma definitiva a este pesimismo existencial al afirmar en 1927 que el hombre no es otra cosa que "ser-para-la-muerte".

La respuesta obrera

La respuesta del obrerismo al principio de competencia postulado por la burguesía es el espíritu cooperativo. Mientras el credo burgués subordina la cuestión social a los intereses del capital, la cultura obrera la considera como la columna vertebral de su ideario. Y mientras que la burguesía da por supuesto que la única función que corresponde al asalariado es la de trabajar para los detentadores del capital y obedecer al poder político a su servicio, los obreros cobran muy pronto conciencia de que su destino es precisamente el de poner fin a este estado de cosas y luchar por un mundo basado en la igualdad social y la dignidad de la persona.

Los obreros no se rebelan sólo para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo, sino para establecer un sistema de producción y convivencia en el que no habrá ya sitio para la explotación del hombre por el hombre. Y para alcanzar esta noble meta asume conscientemente el riesgo siempre presente de la persecución, la pérdida del empleo, el exilio, la cárcel o el piquete de ejecución.

A la cultura obrera pertenece, en lugar preeminente, la cultura del sacrificio por un ideal superior. También en este aspecto crucial se diferencia del utilitarismo burgués, que no conoce otra motivación que la de acumular billetes de banco y de gozar sin remordimientos de conciencia de las ventajas y privilegios inherentes al poder y la riqueza.

A pesar de que la cultura obrera emerge históricamente como un proceso de rebeldía, es por antonomasia una cultura irénica que aspira a la pacificación de la sociedad y del mundo. También en este aspecto tan trascendental constituye la negación absoluta de la cosmovisión burguesa, cuya manera de proceder ha estado basada siempre en la ley del más fuerte, un principio de acción que ha aplicado y sigue aplicando sistemáticamente para oprimir todo lo que se oponga a sus intereses. De ahí que la historia de la burguesía sea inseparable de la represión, el belicismo, el imperialismo y el colonialismo en sus diversas acepciones.

La cultura irénica del proletariado es asimismo inseparable de una visión universalista del hombre y de los pueblos. De ahí que entre sus postulados figurase desde muy temprano el principio del internacionalismo, esto es, la convicción de que los grandes problemas de la humanidad no pueden ser enfocados y resueltos más que desde una perspectiva transnacional o ecuménica. Aquí también la cultura obrera se distancia del culto burgués al Estado-nación, en nombre del cual se han cometido y siguien cometiéndose los más viles crímenes. Y por supuesto, la cultura obrera es totalmente ajena a la aberración del racismo, un fenómeno que si bien ha existido en mayor o menor grado en todas las civilizaciones, alcanzará sus dimensiones más nauseabundas en el seno de la civilización creada por la burguesía capitalista. El Estado-nación moderno ha engendrado el terrible virus del etnocentrismo, el nacionalismo y el racismo abierto surgido sobre todo como teoría sistemática en el curso de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX.

La espiritualidad obrera

Estas notas sobre la cultura obrera quedarían muy incompletas si dejásemos de consignar que su rasgo más profundo es el de la espiritualidad. Los obreros luchan ciertamente por la mejora y la dignificación de sus condiciones de vida y de trabajo, pero estas reivindicaciones materiales son sólo la expresión inmediata y prima facie de un ideal salvífico destinado precisamente a eliminar la economía como la instancia suprema de las relaciones interhumanas y colectivas. No se rebelan pues sólo contra las injusticias de la economía burguesa, sino que su norte es el de erradicar de la faz de la tierra la categoría misma de homo oeconomicus fabricada por la burguesía y sustituirla por un modelo de sociedad y de convivencia en el que la propiedad de bienes materiales perderá su razón de ser.

La espiritualidad obrera se manifiesta en primer lugar como afán de autoperfecionamiento humano y moral, que es por lo demás la condición previa para que los hombres aprendan a convivir sin destruirse unos a los otros. Este afán de autoperfeccionamiento explica la importancia que el ideario obrero concede a la pedagogía en sentido estricito y a la educación en sentido amplio. Esta preocupación por los bienes culturales conducirá desde el principio a la fundación de un gran número de centros docentes, publicaciones, ateneos, casas del pueblo y foros populares de la más diversa índole pero cuyo denominador común es el deseo de aprender y buscar por cuenta propia los conocimientos teóricos que toda persona necesita para no andar a ciegas por la vida. Una de los capítulos más conmovedores del obrerismo ha sido el del ingente esfuerzo realizado para crearse una cultura propia y responder así a la cultura clasista creada por la burguesía. Y este es el momento adecuado para señalar que la única cultura digna de este nombre surgida a lo largo del siglo XIX y parte del XX fue la que pusieron en pie los obreros y la de los intelectuales que salieron en su defensa y se identificaron con sus ideales emancipativos. Y si digo esto es porque fue también la única cultura que partía de la idea eterna del bien común, mientras que la cultura burguesa era una pseudocultura al servicio de objetivos tan innobles, ruines, mezquinos y perniciosos como el espíritu de lucro, la voluntad de poder, la explotación del débil, la vanidad y el culto al hedonismo. Cultura es por definición cultura humana y afectiva, y donde faltan estos atributos no puede hablarse de cultura, por muchos diplomas y títulos universitarios que se exhiban, títulos que hasta hoy han sido utilizados no siempre pero en gran parte para perpetuar el reino del mal erigido por la burguesía.

La herencia del pasado

La cultura gestada por el obrerismo en su período heroico constituye un fenómeno único en la historia de la humanidad, pero lejos de ser una creatio ex nihilo se nutre de los valores eternos creados por los grandes maestros espirituales e intelectuales del género humano. Por su devoción a la cultura, el obrerismo moderno entronca directamente con el logos y la paideía griega, por su vocación redencional y su espíritu de sacrificio, más bien con el cristianismo primitivo. La herencia helénica la recibe el obrero sobre todo por mediación del humanisno renacentista y el racionalismo moderno, su fe en la redención del género humano a través de la filosofía del progreso elaborada por Condorcet, Voltaire, Turgot y otros ilustrados, versión secularizada, a su vez, de la escatología y el mesianismo judeocristianos. El anticlericalismo, el agnosticismo y el ateismo profesado por una gran parte de la militancia obrera especialmente a partir de Proudhon, Bakunin y Marx, procede directamente del materialismo de Bayle, el barón d'Holbach, Helvetius o Diderot. El internacionalismo obrero se halla ya en esencia preconfigurado en el estoicismo y su afirmación del cosmopolitismo o ciudadanía cósmica, aunque esta concepción universalista o ecuménica no cobrará vigencia histórica hasta el advenimiento del cristianismo.

Es de esta síntesis de diversas corrientes de pensamiento no siempre convergentes o incluso antagónicas que se se irá forjando el credo obrero.

El declive de la cultura obrera

No podemos concluir este resumen apretado de lo que signifcó y fue el obrerismo en el período heroico de su confrontación con la burguesía sin referirnos a su situación actual, caracterizada ante todo por el declive de sus valores militantes y humanos, del hundimiento de sus foros culturales y del aburguesamiento de su pensamiento y su conducta.

La integración del asalariado occidental al sistema capitalista, que se vislumbraba ya claramente antes de la I Guerra Mundial, pasó a convertirse en un hecho consumado tras la II Guerra Mundial y constituye desde entonces uno de los fenómenos centrales y más tristes de la historia contemporánea. En todo caso, la clase trabajadora ha dejado de ser desde hace tiempo la negación de la sociedad burguesa. En primer término, los obreros manuales que constituían la mayoría de la población activa y la vanguardia del proletariado militante, han sido sustituídos en gran parte por estratos de empleados y técnicos con una mentalidad más individualista y pequeño-burguesa y, por tanto, más inclinados a pactar con el capitalismo que a enfrentarse a él. Pero este proceso de aburguesamiento, lejos de limitarse a los nuevos sectores laborales y profesionales, ha penetrado también en las filas del proletariado clásico, que en lo esencial comparte el fetichismo consumista del asalariado administrativo.

La integración de la clase trabajadora al sistema burgués explica también que tras la II Guerra Mundial, el capitalismo haya podido desarrollarse sin apenas trabas, tanto en el plano extensivo como intensivo. La preocupación del asalariado medio no es hoy la de cambiar el orden imperante, sino la de adaptarse a él en las mejores condiciones posibles. Èsta es también la línea de conducta de lo que queda de sindicalismo, que ya a nivel de afiliación pierde cada vez más la fuerza cuantitativa y representativa que tuvo en épocas menos conformistas. La militancia de antaño que vivía entregada en cuerpo y alma a la causa del proletariado ha sido sustituída por dirigentes y cuadros sindicales más interesados en conservar sus cómodos y bien remunerados puestos que en hacer frente a las canalladas constantes de los representantes del capital, del Estado y de los partidos políticos en el poder, cuyas consignas siguen a menudo devotamente. Todo esto explica que el sindicalismo que se ha impuesto en los países industrializados en el curso de las últimas décadas haya renunciado a la lucha de clases y elegido la opción de la partnership interclasista, o dicho en castellano, la colaboración de clases.

De lo que no cabe duda es de que la vieja lucha entre proletariado y burguesía ha sido ganada por esta última. Y al decir esto no me refiero sólo a la derrota económico-social sufrida por el asalariado, sino también y especialmente a su derrota cultural. Me permito, en este contexto, reproducir aquí lo que hace ahora cerca de cuarenta años escribí en mi libro "Cultura proletaria y cultura burguesa", a saber: "El triunfo de una clase sobre otra no se manifiesta únicamente por el predominio económico ejercido por ella sobre los demás grupos sociales, sino, sobre todo, por la capacidad que esa clase demuestra en imponer su propio estilo de vida y sus propios valores al resto de la población". Si lo que acabo de citar era ya entonces un hecho consumado, lo es hoy todavía más.

El obrero ha perdido el sentido de la trascendencia que latía en el pecho de sus compañeros de antaño, se ha dejado encapsular en la inmanencia a ras del suelo impuesta por la ideología burguesa, en la que no hay lugar para la proyección redencional y la visión de un futuro basado en la hermandad de todos los seres humanos. Si ha dejado de mirar a lo lejos y a lo alto y no se rebela contra la injusticia reinante es porque vive en estado de autoalienación y ha asumido mimética y acríticamente la identidad postiza que el tardocapitalisimo le ha inoculado.

De cara al futuro

La derrota histórica de la clase obrera y de la cultura creada por ella ha dado paso a un vacío oposicional que hasta el momento ninguna fuerza social o política ha logrado o querido llenar. Especialmente las clases medias no sólo se han revelado como incapaces de contrarrestar eficazamente el irracionalismo capitalista, sino que en su inmensa mayoría han sido sus más devotos lacayos, ya por el solo hecho de que es la clase que tiene en sus manos la gestión técnica del gran capital, la que dirige las empresas, la banca, el mundo bursátil, la política, los lobbies introducidos en todas las esferas del poder, los organismos internacionales, los tribunales de justicia, los bufetes de abogado, las fuerzas armadas, la industria de la cultura, la enseñanza y los medios de comunicación de masas. Con no muchas excepciones, son ellas las que aseguran el funcionamiento del Moloch capitalista y las que toman las medidas necesarias para que todas las instituciones y organizaciones de la res publica conserven el carácter clasista que generalmente han tenido.

No menos descorazonador que este estado de cosas es la desmoralización y el pesimismo que se han apoderado del ciudadano medio, también de las personas que no se han dejado hipnotizar por el discurso capitalista y siguen añorando un mundo más justo y más humano. Pero es precisamente esto lo primero que hay que combatir: la resignación, la idea de que todo está ya perdido y que no queda otra opción que la de cruzarse de brazos y ver como el mundo sigue rodando hacia el abismo. Por mi parte pienso que el primer acto de resistencia contra los administradores del poder es el de no sucumbir al desaliento, que es por lo demás lo que ellos desean para seguir en el candelero y eternizar su dominio.

Dicho esto añadiré que toda persona dispuesta a luchar por el bien común debe resistir la tentación de medir su compromiso personal por el éxito real o potencial que pueda tener. Dije antes y repito aquí que el culto al éxito es un producto burgués, incluso el rasgo burgués por excelencia. Lo que el joven Sartre escribió en "La náusea" es más actual que nunca: "Sólo los cerdos creen ganar". Hay que servir a la verdad y al bien sin especular de antemano sobre la posible repercusión cuantitativa de nuestros actos. Obrar de otra manera significa elegir el criterio burgués del utilitarismo o de lo que Ernst Bloch llamó "la ideología del cálculo". Es exactamente cuando todo el mundo abandona el ágora pública y cierra los ojos ante la injusticia que hay que demostrar la autenticidad de los valores que uno lleva dentro. Luchar cuando el viento sopla a favor no constituye ninguna proeza; lo verdaderamente heroico es hacerlo cuando alrededor nuestro no vemos en general más que egolatría, deshumanización, embrutecimiento moral e indiferencia hacia el dolor ajeno. Quien no haya comprendido que la lucha por los débiles, desamparados y oprimidos incluye la experiencia amarga de la soledad y el sufrimiento interior, no comprenderá nunca la raíz más íntima de esta opción.

Practiquemos pues el bien sin esperar a que los demás hagan lo mismo. No olvidemos tampoco que antes de convertirse en movimientos colectivos o de masas, muchos o casi todas las grandes epopeyas salvíficas de la historia universal nacieron en el pecho de individuos aislados o de pequeños grupos, y no necesito ante un auditorio como el vuestro señalar en quien o quienes estoy pensando al decir esto.

Por lo demás, no estamos nunca totalmente solos, y para cobrar conciencia de ello basta con pensar en las innumerables personas de ambos sexos y de las más diferentes edades y creencias que en todos los confines del mundo consagran su vida a hacer el bien y a servir al prójimo sin saber unas de las otras.

Una gesta insustituible

Quien se proponga dar a su vida el sentido excelso que estamos sugiriendo aquí y busque fuentes de inspiración y orientación para su propósito, las hallará en alto grado en la cultura social, laboral, interhumana y moral creada y practicada en su día por la militancia obrera. En efecto: la misma cultura que es hoy ignorada por los sectores mayoritarios del propio asalariado, contiene enseñanzas, experiencias y valores insustituibles para la configuración de un mundo menos sórdido, cínico, banal, inhumano y destructivo del que prevalece en la sociedad actual. Lo primero que en este contexto hay que tener en cuenta es que la cultura obrera fue el ejemplo más sublime y completo de cultura societaria surgida en los dos últimos siglos. Este ciclo histórico dio también a la humanidad un notable número de personalides excepcionales dignas de ser rememoradas y veneradas, pero la única cultura que adquirió dimensiones colectivas fue la que pusieron en pie los militantes del movimiento obrero en su fase de plenitud.

Tras el eclipse de esta grandiosa gesta cosmohistórica no ha surgido nada que ni de lejos pueda ser comparado a ella. El movimiento estudiantil del 68 pretendió hasta cierto punto seguir los pasos del obrerismo revolucionario, pero a pesar de la espectacularidad de su discurso y de su praxis, no logró echar raíces profundas en la sociedad, y menos en el seno de las clases trabajadoras. No olvidaré nunca lo que un grupo de emigrantes españoles que trabajaban en las Factorías Opel de Rüsselsheim le dijeron en presencia mía a Daniel Cohn-Bendit cuando el héroe de las barricadas de París intentaba, a principios del 70, ganar a los obreros extranjeros para sus planes de agitación y subversión: "No tienes idea de lo que es el mundo del trabajo". No pocos de los líderes estudiantiles que habían capitaneado la rebelión contra la Universidad y el Estado capitalista se dedicaron más tarde a hacer carrera dentro de las mismas instituciones y estructuras de poder que habían querido derrocar, como hicieron el propio Cohn-Bendit o su amigo Joschka Fischer, que llegó a ministro de Asuntos Exteriores y escribe ahora artículos para periódicos burgueses como "El País". Y no hablemos ya de los activistas antiautoritarios que finalmente optaron por recurrir a la aberración del terrorismo, como ocurrió con el grupo Baader-Meinhof.

De aquella insurrección frustrada surgiría más tarde el ecologismo, un movimiento o corriente de pensamiento que aun admitiendo su loable propósito de salvar a la madre naturaleza de las tropelías cometidas contra ella por la ciencia y la técnica al servicio del gran capital, no se ha propuesto nunca ni de lejos una transformación a fondo de las estructuras económicas y sociales imperantes en la sociedad tardocapitalista. Por lo que respecta al feminismo militante hoy en boga, se trata de una deformación absoluta de lo que debería ser la reivindicación y la defensa de los derechos y la identidad genuina de la mujer, y para convencerse de ello basta con dirigir por un momento la mirada al elenco de ministras que el señor Rodríguez Zapatero ha reunido en torno suyo, empezando por la que detenta la cartera de Defensa, cargo que ya por su sola función está en contradicción abierta con los atributos del alma femenina y materna.

Frente al grado de bajeza a que ha llegado la casta dominante, quiero subrayar una vez más con todo énfasis el fecundo papel que la vieja cultura que nos ha legado el movimiento obrero puede jugar en el proceso de autoliberación de la humanidad. Las mujeres y los hombres que en su día pusieron en pie esta cultura han muerto desde hace mucho tiempo, pero los valores que encarnaban conservan toda la vigencia que tuvieron desde el principio. De ahí que evocar su ejemplo no constituya un anacronismo, sino un intento de recuperar y reactualizar su mensaje eterno para el mundo de hoy y del mañana. El verdadero anacronismo consiste en creer que la única opción que nos queda para el futuro es la de seguir guiándonos, como hasta ahora, por los contravalores y subvalores impuestos por el sistema capitalista-burgués.

Heleno Saña

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